Por Dante Liano
Quizá las reflexiones más adecuadas sobre el escritor como otro de sí mismo las debemos a Borges, en modo particular en El Hacedor (aunque el tema es recurrente): “Al otro, a Borges, es a quien le ocurren estas cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en un tema de profesores o en un diccionario biográfico… No sé cuál de los dos escribe esta página”. También, el primer cuento de El libro de arena nos refiere el encuentro de un Borges anciano con el Borges joven. Probablemente, la sensación de ser un personaje para los demás hizo percibir a Jorge Luis Borges esa impresión de desdoblamiento: una cosa es el hombre público; otra, el íntimo, el privado. Quien ha contribuido mejor a tal separación ha sido Adolfo Bioy Casares, con el monumental diario de encuentros con Borges, intitulado con el apellido del gran escritor argentino. No puede dejar de pensarse en La vida de Samuel Johnson, de Boswell. No es la única versión de Borges. Debemos a Estela Canto, que no carecía de talento, un espantoso retrato llamado Mi vida con Borges, libro desaconsejado por mala escritura y peores intenciones. Y a María Esther Vásquez, una semblanza reverente llamada Borges, sus días y su tiempo. En el libro de Bioy está la respuesta a la duda de por qué Estela Canto escribió un libro tan duro. Quizá, esa muchacha, fue el más atormentado de los atormentados amores de Borges, y queda memoria de que, habiéndolo encontrado por casualidad en el metro de Buenos Aires, lo cubrió de insultos y lo hizo escapar del medio de transporte. Más que anécdotas, Bioy recoge felices intuiciones y frases memorables. También, juicios que no podían ser públicos por inconvenientes, como la burla a Pérez Galdós, de quien dice que nadie puede creer serio a un escritor que le pone a una novela el título de Miau!. O, también, el sarcasmo sobre Unamuno, por el atrevimiento de volver a escribir el Quijote, en Vida de don Quijote y Sancho. Lo cual hace sospechar de la fuente literaria de Pierre Menard, autor del Quijote.
En realidad, todas las anteriores consideraciones nacen de una anécdota escuchada durante un congreso literario en Santo Domingo. Allí, un conocido académico norteamericano evocó el sentido del humor de Augusto Monterroso, y relató que, cuando el autor guatemalteco estaba por abandonar Florencia, luego de un período de dos meses en el que escribió La letra “e”, se levantó temprano y salió a buscar un taxi para ir a la estación de trenes. Por ser el alba, no encontró taxis por las calles, hasta que se topó con uno, en donde el taxista dormía. Tito tocó el vidrio de la portezuela y, cuando el taxista despertó, le recitó un verso de la Divina Comedia. Espantado, el taxista arrancó y se largó, dejando a Tito en medio de la calle.
Al escuchar la historia, que provocó risas en el público, no tuve el valor de intervenir para decir que, en esa época, yo estaba en Florencia y, con toda probabilidad, llamé por teléfono el taxi para Tito, porque en Italia no hay taxis circulares. No dije nada por comedimiento, pero también porque, cuando un escritor comienza a ser leyenda, es mejor que esa leyenda circule y aumente la fama del autor. De pocos autores conozco un destino semejante al de Quevedo: convertirse ellos mismos en protagonistas de relatos que igualan o mejoran su literatura humorística. De un par de esos relatos soy testigo; otros, sospecho que forman parte de la imparable leyenda de Tito Monterroso.
Las que conozco son las siguientes:
Tito Monterroso fue, en su juventud, un militante de la revolución de 1944, en Guatemala. Ahora, después de tanto tiempo, se puede dudar de que haya sido una revolución; con toda su moderación, fue un intento de reformismo socialdemócrata. Ese movimiento nació con la lucha contra el tirano Ubico, lucha en la que participaron la mayoría de los intelectuales, los cuales relataban épicas historias de heroísmo durante las jornadas que llevaron al derrocamiento del dictador. Alguien le preguntó a Tito si había contribuido a ese evento histórico y Monterroso relató que se dirigía a encontrarse con un amigo pintor, y llevaba en su mano un tubo de cartón para enrollar un lienzo. En el camino, se topó con una manifestación de protesta. Algunos devotos del sátrapa insultaban a los manifestantes. “Entonces”, dijo Tito, “me acerqué sigilosamente al grupo y le asesté un tubazo en la cabeza al secuaz del dictador. Esa fue mi contribución a la revolución”.
En otra ocasión, se encontraba en Roma, durante una premiación del Instituto Italo – latinoamericano. Al final, se abrió el diálogo con el público y un guatemalteco que se encontraba entre la multitud le preguntó: “Maestro, nosotros los chapines nos caracterizamos por nuestro sentido del humor. ¿A qué se debe, cuál es el origen de esa característica?”. Monterroso se quedó un momento en silencio. Luego, le respondió: “Mire, paisano, le paso el micrófono al señor embajador de la república de Guatemala, para que le dé la respuesta oficial”.
En realidad, Augusto Monterroso no era un hombre de palabra torrencial ni todo lo que decía era chistoso. Tenía ocurrencias fulgurantes, fruto de su inmensa inteligencia, de su manejo de la ironía y del uso de la lengua castellana. Podría decirse que era más bien reflexivo, taciturno y ligeramente melancólico. Lector insaciable con una memoria privilegiada, ponía en inesperada relación algunos textos clásicos y sacaba conclusiones asombrosas, de profunda reflexión. Quizá, por eso mismo, su tendencia a la desmitificación, a la desacralización.
No puedo asegurar que todas las ocurrencias de Tito sean auténticas. Como la siguiente: se encontraba exiliado en México, después de la invasión a Guatemala, en 1954. Se le había vencido el permiso de residencia al mismo tiempo que sus amigos y colegas Carlos Illescas y Otto Raúl González. Los tres eran poetas, los tres eran de muy baja estatura. Cuando el funcionario mexicano de migración vio a los tres enanos que solicitaban la renovación del permiso, lanzó una carcajada y les dijo, con sorna: “¿A que todos los guatemaltecos son de la misma estatura?”, se burló. “No”, le respondió Tito, “los hay bajos”.
Por supuesto, hay más historias de Tito. Son como una extensión de la distancia irónica que recorre toda su obra y da lugar a una idea: escribir una historia de la literatura no oficial, con los escritores como personajes; una amena historia de la literatura que sea una invitación a la lectura de sus obras.