Por Héctor Silva Ávalos
Si lo ya visto es indicador de lo que viene, el asunto se resume así: a Donald Trump la región le importará poco mientras sus presidentes le rindan la pleitesía requerida y se mantengan en línea con políticas migratorias draconianas. Pero hoy parece menos probable que Trump gane por segunda vez su entrada en la Casa Blanca. Si gana Kamala Harris habrá más de lo que hubo durante Joe Biden, lo que no siempre es bueno para las democracias de Guatemala, El Salvador u Honduras.
Las fuerzas antidemocráticas del norte centroamericano, sobre todo en Guatemala, pero también en El Salvador, suspiran por el regreso de Trump, el racista en jefe. Lo añoran.
El pacto de corruptos guatemaltecos hasta lo ha vociferado en X; saben, los acólitos de quienes patrocinan el gobierno paralelo del Ministerio Público que preside Consuelo Porras, que un Departamento de Estado trumpista les dará carta blanca, más permisiva de la que ya tienen, para usar la persecución criminal como arma política, para terminar de tomarse las cortes y para que los sicarios paralegales tengan la vía aún más liberada.
No es que la política exterior de los demócratas haya impedido que estas persecuciones sigan ocurriendo o profundizándose en Guatemala. Vale decir, por ejemplo, que Consuelo Porras y la Fundación contra el Terrorismo son hoy aún más poderosas que antes, y que esto tiene que ver, en buena medida, con la pérdida de influencia real de la diplomacia estadounidense en Centroamérica y con una estrategia errática en la región que suele depender del espacio político que sobra en una agenda internacional en la que todo lo demás es más importante y de las ambiciones y agendas particulares de funcionarios medios y embajadores de turno.
Es cierto, sí, que Kamala Harris será la heredera de la fórmula que propuso Joe Biden en su momento para lidiar con el Triángulo Norte de Centroamérica, que es a su vez una variación de lo que Barack Obama había propuesto hace una década. En 2014, cuando Obama lanzó la Alianza para la Prosperidad, la premisa era que detener la migración irregular pasaba por eliminar las “causas raíz” de esos desplazamientos, entre ellos la corrupción.
Aquella visión, cuyas variantes se mantienen diez años después en el manual de los demócratas, permitió gestiones políticas que fueron importantes, en su momento, en el intento de afrontar el ascenso de los autoritarismos en la región, como el apoyo incondicional de Washington a Bernardo Arévalo y a la transición de poder en Guatemala tras la nefasta gestión de Alejandro Giammattei, el apoyo inicial al gobierno de Xiomara Castro en busca de salida al imperio del narco fraguado en Honduras gracias a la complicidad de los criminales con el expresidente Juan Orlando Hernández -un desastre provocado en buena medida por los mismos Estados Unidos-, o el breve contrapeso a los desmanes dictatoriales de Nayib Bukele en El Salvador.
Visto en retrospectiva, todo aquello terminó siendo insuficiente, debido, en parte, a la incoherencia del mismo gobierno de Biden, que pasó de contener a Bukele a celebrarle la reelección inconstitucional o que nunca se atrevió, en Guatemala, a sancionar a los oligarcas que ponen la plata para financiar a las fuerzas que mantienen vivo al pacto de corruptos en el Legislativo, el Judicial y el Ministerio Público.
Todo eso, me temo, persistirá si Kamala Harris gana la presidencia el próximo noviembre. Como Biden, la exsenadora de California y actual vicepresidenta estará demasiado ocupada en los asuntos más apremiantes para Washington, que seguirán siendo, en principio, Palestina, Israel y Ucrania, y en América Latina, Venezuela.
Además, parece que las energías de una eventual diplomacia dirigida por Kamala Harris se concentrarán más en Honduras y menos en Guatemala. Esto por la ruptura del Washington demócrata con la Honduras de Xiomara Castro, provocada sí por las malas maneras de Laura Dogu, la embajadora en Tegucigalpa, pero sobre todo por la tensión que ha causado en el gobierno de LIBRE la posibilidad de que Mel Zelaya, el esposo de la presidenta, sea requerido para dar cuentas en cortes estadounidenses por supuestos vínculos con el narco.
Hace unos meses un exfuncionario de la administración Biden me dijo en Washington: “No te equivoques, para nosotros siempre Guatemala será más importante, por su tamaño, por ser la última frontera en Centroamérica, por los lazos históricos”; sí, pero “la obsesión con Honduras también es fuerte”.
Quiero decir, lo más previsible es que una eventual administración Harris no encuentre energía renovada para hacer más de lo que ya hizo en Guatemala o de cambiar rumbo en el caso de El Salvador, donde la relación con Bukele parece tan saludable que un acuerdo de salvataje financiero del salvadoreño con el Fondo Monetario Internacional, patrocinado por Washington, tienen muchas posibilidades de cerrarse pronto.
Eso, me temo, es el mejor escenario. La más que probable continuidad de Harris permitiría, al menos, esperar mínimos: la persistencia, aun débil, en contener el avance del pacto en Guatemala, la intención de abrir canales privados con el régimen de Bukele para desactivar de alguna manera el régimen de excepción. Por ejemplo. La llegada de Trump nos devolvería al empoderamiento diplomático de las fuerzas más reaccionarias de la región, incluidas las ultraderechas corruptas de Guatemala y Honduras.
En ambos casos hay algo que no variará, que es la atención al tema migratorio. Los desplazamientos humanos de centroamericanos hacia el norte seguirán siendo el motor último de la política exterior de Washington en Centroamérica. Los matices serán diferentes, sobre todo en temas políticos como los apuntados arriba, pero para los miles de centroamericanos que siguen emprendiendo camino hacia la frontera mexicoestadounidense, el asunto cambiará poco.
Estados Unidos no da visos de tener la capacidad política de afrontar una realidad que, fuera de sus fronteras, parece obvia. No es una invasión como alegan los trumpistas más desquiciados o un intento de defraudar al sistema como también apunta la mojigatería demócrata, es, solo, que le economía estadounidense es incapaz de existir sin la mano de obra barata que proporcionan los migrantes.