Por Juan Francisco Sandoval
La justicia en Guatemala no solo se persigue en los tribunales, también se condena fuera de ellos. Los operadores de justicia que nos atrevimos a desafiar la corrupción y el pacto de impunidad fuimos forzados al exilio, desterrados de nuestra propia tierra, convertidos en parias por el simple hecho de cumplir con nuestro deber.
El exilio no es solo una distancia física: es la amputación de la identidad. Nos han arrebatado nuestra tierra, nuestra gente, nuestros afectos. Nos han condenado a una existencia suspendida entre la nostalgia y la incertidumbre. A una vida donde la familia es una imagen congelada en una pantalla y el hogar un recuerdo que se diluye con los días. Cada amanecer en una tierra ajena es un recordatorio de que el castigo por buscar la verdad no termina con la huida, sino que se prolonga en el silencio, la indiferencia y el olvido.
El desplazamiento forzado es una injusticia que se perpetúa con cada día que pasa. No solo nos arrancaron de Guatemala, también nos han cerrado las puertas a las oportunidades de trabajo, a la posibilidad de reconstruirnos. Somos profesionales con experiencia, con conocimiento, con compromiso, pero el estigma que nos impusieron nos persigue más allá de las fronteras. Nos condenaron a la soledad, a la incertidumbre y a la desesperanza, mientras quienes orquestaron esta persecución siguen repartiendo cuotas de poder en casa, impunes, satisfechos, seguros.
El gobierno de Guatemala con su falta de acciones concretas ha permitido que el destierro de los operadores de justicia continúe. Aunque el cambio de administración pudo haber significado una oportunidad para reconocer y reparar el daño, hasta ahora no hemos visto avances significativos. No hay gestos de reconocimiento ni señales claras de respaldo. Mientras tanto en el país que nos vio nacer, la maquinaria de la corrupción sigue intacta. Intacta como la impunidad que se protege con la persecución de quienes un día la enfrentaron. No solo tolera la persecución, la avala, la perpetúa con su silencio. No existimos para el Estado que un día servimos con lealtad. Somos sombras, voces incómodas que el poder prefiere ignorar.
Y aquí estamos. Lejos. Obligados a ver desde la distancia cómo se destruye lo que intentamos salvar. Nos arrancaron de nuestra tierra, pero no nos han quitado la convicción. Porque aunque nos quieran desterrar de la memoria colectiva, seguimos siendo testigos de lo que ocurrió. Porque el exilio es una condena impuesta, pero no una renuncia. Y aunque el poder crea que ha vencido, la verdad siempre encuentra la forma de regresar.