Laura Sala*
Las derechas que gobernaron Guatemala entre 2016 y 2023 y continúan controlando instituciones centrales del Estado, son más que un “pacto de corruptos”. De hecho, los “pactos de corruptos” han sido una constante en el país, por la permanencia de lo que Luis Mack (2006) llamó una “práctica política clientelar, excluyente y autoritaria” que la implantación democrática y la firma de la paz no lograron cambiar. Lo que estas derechas han generalizado fue una nueva lógica bélica hacia los distintos puntos de conflicto que emergieron en la sociedad en el marco de la crisis del orden neoliberal de posguerra y, específicamente, de la crisis política de 2015.
Esto significa que el conflicto social y político pasó a considerarse en términos excluyentes de amigo-enemigo siendo este último un objetivo a aniquilar simbólica y/o físicamente. Así planteado el conflicto, la violencia se erige como principio central de la acción política. Esta derecha belicosa desechó la lógica de la política que la derecha neoliberal sostuvo y que supone la gestión del conflicto a partir del reconocimiento de adversarios (no enemigos) y su desarrollo dentro de una legalidad, con instituciones y reglas definidas y respetadas por todos.
A partir de la firma de la paz, las derechas neoliberales, cuyo núcleo social estaba representado por la burguesía modernizante transnacionalizada, hegemonizaron el proceso político. En un contexto de democratización internacional, mantuvieron una lógica de guerra a través de la criminalización en los asuntos vinculados a la problematización de la “inseguridad” y frente a la protesta por la tierra y el ambiente. Pero de manera subordinada a la lógica de la política.
La derecha posneoliberal y belicosa que actualmente pone en jaque al gobierno de Semilla -siguiendo la metáfora ajedrecista de Arévalo-, representa una nueva alianza entre políticos vinculados a la burguesía tradicional conservadora, militares retirados, religiosos y sectores económicos emergentes legales e ilegales. Todos estos actores habían empezado a articularse durante el gobierno de Álvaro Colom cuando se instaló como tema de agenda pública la redistribución de ingresos, la corrupción y la impunidad ligada al genocidio. Sellaron su alianza con el avance de la CICIG.
La gran burguesía transnacionalizada sigue siendo un actor clave en la determinación de la política económica y dentro del régimen de dominación en general, pero ya no es el eje principal sobre el que gira la acción política de la derecha belicosa.
Antes de seguir, vale la pena recordar tres rasgos permanentes que caracterizan a las posiciones de derecha. En primer lugar, derecha es la posición política que expresa a las clases dominantes (aunque ha ido crecientemente cooptando a sectores considerables de las clases subalternas). Luego, según la definición clásica de Norberto Bobbio (1995), hay un aspecto invariable que permite distinguir la derecha y la izquierda: la actitud frente al binomio igualdad/desigualdad. Dicho resumidamente, las derechas se caracterizan por su creencia de que las principales desigualdades entre las personas son naturales y/o legítimas y deben estar fuera del ámbito de competencia del Estado. Por último, según enfatiza Waldo Ansaldi (2022), las derechas no dudan en apelar a la violencia física y simbólica para oponerse a quienes las confrontan.
Ahora bien, en tanto identidad o posición política definida de manera relacional, las derechas -como señaló tempranamente José Luis Romero (1970)- históricamente asumen algunas posiciones variables en función del “juego de situaciones reales y de controversias” en el que surgen y se desarrollan. Esto cobra un sentido importante porque lo que diferencia a la derecha belicosa -que lleva adelante un nuevo “pacto de corruptos”- es que se mueve en el entramado generado por un nuevo “juego de situaciones reales y de controversias” producto de la crisis de 2015. Como señalaron Carlos Figueroa Ibarra y Octavio Moreno (2021) esta derecha “se acerca a los extremismos que la derecha neoliberal pudo evitar, dado el margen de acción de su contexto histórico”.
Si bien esa crisis tiene sus antecedentes en la crisis del orden neoliberal de posguerra que emergió en Centroamérica hacia fines de la primera década del Siglo XXI, el año 2015 marcó un punto de inflexión. A partir de entonces, se produjo una fuerte reactivación popular que trajo aparejada una disputa por los sentidos de la democracia y un fuerte cuestionamiento a los términos de la dominación instalados a partir de los acuerdos de paz (acuerdos que, por cierto, en sus aspectos sustanciales no se cumplieron).
Los pueblos indígenas y sus organizaciones y autoridades, las organizaciones feministas, las organizaciones de la diversidad y de disidencias sexuales, los colectivos de jóvenes, protagonizaron la escena marcada por la agenda anticorrupción, mientras en los territorios, se profundizó la lucha por la tierra y el ambiente, como viene mostrando Prensa Comunitaria.
La reacción no tardó en articularse y la derecha belicosa logró el control del Estado en un ambiente internacional que la favorece, caracterizado por la emergencia de una “tercera ola de autocratización” (Lührmann y Lindberg, 2019).
A partir de la expulsión de la CICIG, la derecha generalizó la lógica de la guerra a todos los ámbitos de visible conflictividad: la disputa por la tierra y el ambiente, por las instituciones democráticas y el sistema de justicia, en los ámbitos de poder político, la educación, la sexualidad, las identidades y las formas de familia. Lo hizo a partir de extender la práctica de criminalización empleada previamente contra la protesta socioambiental hacia los demás ámbitos de cuestionamiento al status quo.
La criminalización se extendió a juezas y fiscales vinculadas a delitos de corrupción y lesa humanidad, opositores políticos, estudiantes y activistas de diversos movimientos sociales. La figura del preso político volvió a ser “normalizada” a la par que se actualizó la práctica del exilio para evitar la persecución.
En el nuevo esquema bélico pretendido, los “enemigos” se construyen a partir de su identificación con el crimen. De ahí que el sistema de justicia sea el eje central. La expulsión de la CICIG fue condición necesaria para avanzar en su control y en el control de las restantes instituciones pensadas como equilibrio y contrapeso del poder. Por ello, la derecha belicosa perdió el poder ejecutivo, pero mantiene su instrumento principal para continuar su lógica de guerra.
Si bien algunos autores sugieren no confundir la “criminalización de la protesta” con la “guerra jurídica” o Lawfare (Muñoz, 2024) aquí consideramos que remiten a procesos conectados que implican el uso, por parte de una alianza de actores, de la institucionalidad judicial y, en algunos casos, legislativa con el fin de eliminar -física y/o simbólicamente- a los actores que representan o pueden representar un cuestionamiento al orden social.
Ese uso está necesariamente articulado a prácticas simbólico-discursivas que durante todo el proceso apuntan a generar desprestigio, deslegitimidad, incluso “muerte social”, al actor criminalizado. Ese actor se convierte discursivamente en un enemigo social por su criminalidad. La acción de identificarlo con un crimen borra el conflicto que dio origen al proceso.
Es justamente el objetivo de estas prácticas: ocultar a la sociedad el conflicto social a la vez que lo reprimen. En esa acción quitan la conflictividad de la esfera de la política, la despolitizan. La despolitización de la vida social tiene consecuencias graves para la democracia porque anula, justamente, la lógica de la política y la posibilidad de tramitar los conflictos a través de reglas de juego claras y aceptadas por toda la sociedad.
De tal forma, mientras desde el campo popular se intenta ampliar los sentidos mínimos que la democracia tiene desde la firma de los Acuerdos de Paz, la derecha belicosa y su lógica de guerra los reduce hasta su negación.
¿Cómo hacer política con actores que promueven una lógica de guerra? ¿Sirven las instituciones pensadas en el marco de la transición a la formalidad democrática y en contexto genocida? ¿Qué instituciones permitirían democratizar social, política y económicamente a la sociedad?
Es probable que estas preguntas representen los grandes desafíos del gobierno de Bernardo Arévalo, pero más aún del conjunto del campo popular.
Bibliografía referida:
Ansaldi, W. (2022). Propuesta para una agenda de investigación sobre las derechas latinoamericanas. Revista CIDOB d’Afers Internacionals 132, 123-144. doi.org/10.24241/rcai.2022.132.3.123
Bobbio, N. (1995). Derecha e izquierda. Razones y significado de una distinción política. Taurus.
Figueroa Ibarra, C. y Moreno Velador, O. (2021). Derecha posneoliberal y neofascismo en América Latina. Bajo el Volcán, 2(3), 77-107. http://www.apps.buap.mx/ojs3/index.php/bevol/article/view/2184/1594
Lührmann, A., & Lindberg, S. (2019). Una tercera ola de autocratización ya está aquí: ¿qué hay de nuevo en ella? Democratización 26 (7), 1095–1113. https://doi.org/10.1080/13510347.2019.1582029
Mack, L., Donis J. y Castillo, C. (2006) Redes de inclusión: Entendiendo la verdadera fortaleza partidaria. Guatemala: FLACSO.
Muñoz Elías, J.P (2024). “Lawfare o Guerra Jurídica: el uso del derecho para obstruir la democracia en Guatemala”. Boletín Enfoque. Análisis de situación 16 (95), pp. 3-36. https://elobservadorgt.org/2024/09/19/boletin-enfoque-analisis-de-situacion-no-95-lawfare-o-guerra-juridica-el-uso-del-derecho-para-obstruir-la-democracia-en-guatemala/
Romero, J. L. (1970). El pensamiento político de la derecha latinoamericana. Paidós.